Voy a contarles una pequeña historia que me sucedió cuando tenía trece años. Un día mientras terminaba la tarde, casi a punto de caer la noche, y mientras me encontraba sólo en casa con todas las luces apagadas pensando en cosas tan trascendentes como “el sexo de los ángeles “, de pronto tuve la necesidad de evacuar la vejiga de todos los líquidos almacenados durante el día, es decir: fui a orinar. Regresando del baño, mientras estaba a punto de ingresar a la cocina por la puerta contigua al patio, sentí al lado de mi pierna derecha una extraña sensación. Era como algo que pasaba raudamente por mi costado, sorprendido por aquél intempestivo acontecimiento traté rápidamente de identificar qué era lo que tan apresuradamente quería sobrepasarme, y para sorpresa mía no vi absolutamente nada. Mi mente racional me decía: “está allí, delante tuyo”, pero mis ojos no lo podían ver. Recuerden que era de noche y aunque sólo podía ver penumbras era suficiente para identificar a algún intruso que intentara colarse en casa. Nuevamente mi mente racional me dio una nueva oportunidad para “entender la situación” y me dijo: “no lo ves porque ha pasado rápidamente por tu lado y ya se encuentra en la otra habitación”, en ése momento aceleré el paso para “alcanzarlo” , alguna vez habrán oído el sonido que hacen las pezuñas de un animal cuando intenta correr sobre un piso encerado, pues precisamente ese sonido podía escucharlo delante mío, como si estuviera a medio metro de distancia, pero inexplicablemente seguía sin poder ver aquello que lo producía. Aceleré mi marcha aún más para “alcanzar” aquella cosa que mi mente racional me decía: “es un animal que ha entrado a casa” y en ése momento la causa de todo éste desconcierto empezó a trotar y ambos estuvimos enfrascados en una brevísima carrera que culminó cuando ése sonido volteaba raudamente ingresando a uno de los dormitorios; era un dormitorio sin ventanas que siempre estaba a oscuras porque cada vez que se reponía el foco malogrado por uno nuevo, este se volvía a quemar así que cansados de aquello nunca más se le volvió a reemplazar. Bueno, el asunto es que la cosa volteó hacia aquél lugar e ingresó allí, y yo al hacer lo mismo pude observar en una fracción de segundo como el borde de la frazada de la cama se sacudía como si algo tratara de esconderse debajo de esta. Intenté prender la luz, de hecho no funcionaba, luego me pasó por la mente levantar la colchoneta para ver qué era lo que intentaba huir de mí, di un paso para realizar tal cometido pero en ése momento, al intentarlo, se me estremeció todo el cuerpo así como también se me erizaron los cabellos, volví a dar otro paso pero esta vez hacia atrás y lentamente mirando hacia aquél lugar me alejé, prendí las luces de la casa, cerré todas las puertas pues mi mente racional aún me insistía que allí había un animal y que éste no debería escapar. Salí de la casa y esperé sentado afuera en la entrada hasta que llegaran mis padres y hermanos. Cuando regresaron conté lo sucedido, me ayudaron a buscar al animal, armados con palos marchamos hacia el cuarto oscuro, mi padre hincó con el palo debajo de la cama, luego la levantó y no encontró nada, buscamos por toda la casa y no había nada, absolutamente nada.
Retrocedamos unos meses de ese suceso. Cuando llegaba a casa de noche procedente del colegio lo primero que veía era a mi viejo perro que, como siempre, estaba una vez más en la calle. Se llamaba Duque y aunque los perros no llevan apellido, en casa le pusimos “Bocanegra” por el color de su hocico. Duque no era un perro de sangre azul, al contrario, era un perro con una vasta mezcla de razas como cualquier perro de vecino, sin embargo el nombre le caía a pelo pues era muy noble. El asunto es que cada vez que llegaba a casa me daba coraje verlo nuevamente en la calle y lo pateaba para que entrara (sí, ya sé que era un inhumano), pero se había hecho una costumbre pues el animal no escarmentaba, así que cada vez que nos encontrábamos cara a cara uno de los dos tenía que llegar primero a la puerta de entrada de la casa, Duque para evitar el zapatazo y yo para dárselo. A pesar de todo ello fue un gran compañero, hasta que un día enfermó sin remedio alguno y mi padre (un hombre rudo y pragmático), para que Duque no siguiera sufriendo lo ató de las patas, metió a un saco de yute y así lo arrojó al río, tratamos de evitarlo pero su decisión estaba tomada. Al día siguiente, muy temprano en la mañana, cuando mi madre abrió la puerta de la casa, el perro estaba allí esperando que alguien abriera para entrar, gimoteando quedamente, aún con dos patas atadas, tiritando y totalmente empapado, pero meneando la cola de alegría, y mirándonos como pidiendo otra oportunidad, al ver aquel conmovedor cuadro todos nos pusimos a llorar de la pena que nos causaba esa situación, aquí debo citar a Ernesto Sábato (El Túnel) para describir lo que sentía : “Me pareció que era una frágil criatura en medio de un mundo cruel, lleno de fealdad y miseria” . Efectivamente, todos estábamos conmovidos menos mi padre, quien una vez más no se dejó llevar por la emoción del momento (tiempo después supe que a él también lo había conmovido), lo volvió a atar, lo volvió a llevar al rio, lo volvió a arrojar y esta vez se quedó allí hasta verlo desaparecer entre las turbias aguas. Teníamos la esperanza de volverlo a encontrar en la puerta a la mañana siguiente pero en esta ocasión eso no sucedió, esta vez no regresó.
Luego de aquella extraña experiencia (y dejando de lado a mi mente racional), me pregunto: ¿en realidad no regresó? Bueno, donde quiera que estés amigo Duque espero me perdones y seguramente un día nos encontraremos para volver a ser como aquél niño con su pequeño perro que se divertían en las tardes con la pelota de trapo que tanto nos gustaba disputar.
1 comentario:
aunque tengo someros recuerdos de nuestro gran amigo, gracias por hacerme recordarlos.
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